La revolución fue una pintada en la pared
En 2006 viajé a La Habana. Se creía que Fidel Castro vivía sus últimos días. Recorrí la ciudad de la mano de cubanos que habían nacido antes y después de la revolución. Me contaron su ilusión, sus sueños, los vividos y los rotos, compartimos la palabra, la comida y la música que surge de las entrañas de ese lugar que, si se puede definir, es el de los resistentes y los compadres. Hubo risas, un toque amargo, piel. De aquellos pasos, me llevé una serie de fotografías y ahora estos recuerdos que transcribo en su memoria. A La Habana se llega una vez, después quieres volver.
Qué fue de aquellas risas en el malecón, diez años atrás y millones de olas después. Qué fue de Fidel, que iba a morir ese año y murió mucho más tarde. Qué fue de Ernesto, del Yoyi, de Manolón, de Antonio, de René, de Otto, de Olga, de tantos nombres con cicatrices, mojados por el ron a palo seco y la música perpetua. Qué fue de nuestros pasos por la Habana, de lo escrito en el diario, de aquellos niños que corrían hacia la plaza de las Armas, donde los libros se vendían por poco y contaban lo mismo que aquí, donde era posible encontrar el Diario de Bolivia del Che, su último viaje, en una primera edición que nadie sabe cuántas manos tocaron. Qué fue de la revolución, de la libertad prometida, de los yanquis del bloqueo y el periodo especial, qué fue del dominó en mesas desconchadas a plena tarde, de los viejos que lo habían visto todo y tenían la fresquera vacía y el corazón partido. Aquellos universitarios que creían que la guerra al capitalismo seguía viva, y que lo que el comandante repetía era razón de fe, aquellos militares que se repartían la pana, aquellas familias que apenas tenían para echarse a la boca pero que eran gente sin rencor, a la que querer, te regalaban un abrazo sin conocerte, te cantaban un bolero como si fuera la primera vez, te rasgaban un son con voces como pozos de agua dulce.
-No busques explicaciones a La Habana, la ciudad de las columnas, porque no las tiene, es inexplicable, nadie sabe, todos la sobreviven-, decía René. El Yoyi la contaba de otra manera, con su guitarra a la espalda, dentro de una funda negra, colgada de una cuerda tan vieja como él.
-Hay mucho comemielda, mucho comepingas, mucho habanero de poco fiar, mucha buena gente, mucho dolor, compadre-. Y abría la funda, se echaba un trago y arrancaba a las cuerdas el sonido de la historia sin el polvo del vinilo. Sus heridas cantaban bonito ante el Atlántico, creías que ibas a llorar pero era la espuma del mar que desde el cielo caía sobre tu cara, blanca como una casa encalada del sur de Europa.
Las avionetas vomitaban una crema espesa sobre la ciudad, olía a sobaco inerte, contra el dengue, todas las mañanas de aquellos días de maratón desde el Vedado, pasando por la 26, por el cementerio en el que ya descansaba Ibrahim Ferrer, hacia Centro Habana, la Habana Vieja. La ciudad parecía recién bombardeada, el tiempo de silencio era el de las grietas en las paredes, los comercios cerrados, los ocres que fueron rojos intensos en otra época, los azules desvaídos. Los chavales corrían al acabar las clases, entre los perros a su suerte y los turistas sudorosos, colándose entre la sombra alargada del atardecer calle abajo. Todo sabía agridulce, la mueca del Yoyi o la sonrisa de Ernesto, soñador nuevo, resistente, poeta. Los chavales jugaban a la pelota contra los muros de una iglesia colonial, al fútbol como si fueran campeones del mundo de su calle, a pedalear bicicletas reconstruidas con sus manos con piezas de otras bicicletas. Y sus dientes brillaban entre el humo de los Chevrolet que se quedaron el día en el que los revolucionarios espantaron a Fulgencio Batista, el mismo que murió de un infarto en Marbella en el verano del 73, como si no hubiera hecho nada malo en su vida. Aquel humo se podía masticar.
-Tienes que leer a Lezama Lima, a Nicolás Guillén, tienes que leer Ama al cisne salvaje de Nogueras. Trágate tu amor imposible./ Ámalo libre./ Ama el modo en que ignora que tú existes./ Ama al cisne salvaje. La Habana es dulce, pagana, y larga, muy larga, la revolución está viva, yo creo en ella, compadre, es un dardo venenoso pero si crees no te mata-. Ernesto quería ser director de cine e iba a rodar un corto sobre el Playa Girón con Silvio Rodríguez. Y lo hizo. No sé ahora, qué fue de sus poemas, de sus lecturas, de su fe en Cuba.
Qué habrá sido de Manolón, coleccionista de canciones, amante del mp3 porque le cabían todos los boleros en un cd y aquello era la gloria. Y Otto, tan joven, tan serio, tan hermoso, tomando imágenes desenfocadas porque en lo borroso había formas desconocidas que obligaban a observar con la cautela con la que camina un miope sin gafas. Lo definido engaña como el alma, esa “afable hija de puta no siempre de fiar”. Qué cosas decías Otto, muchas lecturas hasta el amanecer bajo una bombilla amarillenta, bajo la amenaza de un corte de luz, otra de las tradiciones de aquella Habana de hace diez años.
Qué fue de los que pasamos por allí y no vivimos la lucha, pero opinamos sobre ella como si fuera nuestra. Creíamos que en casa, en Madrid, lo nuestro era mejor, que en Cuba solo habían cambiado de jefe y que la injusticia, la desigualdad, la opresión, campaban a sus anchas como antes del grito Revolución o muerte. Quizá fue que la revolución, tanto allí como aquí, era una pintada en la pared de cada edificio, quizá la revolución es no dejar de buscar compadres que nos echen una mano cuando lo necesitas. Y encontrarlos
Rafa Turnes