Pueblos de 15 días

Texto y fotos | Rafa Turnes

Publicada en febrero de 2024 / Fotos de 2012

-¿Qué buscas aquí? Aquí no hay nada interesante, este es un pueblo de 15 días, vuelve en agosto que son las fiestas-. El hombre se dio la vuelta y se fue con su bolsa de medicinas de regreso a casa. Atardecía.

Los pueblos de 15 días son aquellos a los que regresan los hijos, los nietos, los sobrinos, los ahijados, durante el mes de agosto. Vuelven la semana antes del 15 y se marchan una semana después. Durante el resto año, se quedan los abuelos, sin apenas servicios públicos, sumergidos en una profunda soledad.

Son numerosos los pueblos de España que viven esa decadencia con la excusa inexcusable de encontrar una vida mejor. La emigración interior ha dejado a los mayores esperando a la muerte sin compañía. Son pueblos en los que el trabajo es una quimera.


*Esta serie pretende retratar parcialmente algunos de esos pueblos, en este caso, ubicados en Extremadura. Nos echamos a la carretera durante unos días de diciembre de 2012, Carlos Fuentes, periodista canario, y yo. Hasta el momento, no hemos retomado el camino que lleva a cientos de lugares que te puedes encontrar en esta situación, lo que algunos han denominado España vaciada o vacía. Pero no está vacía, en ella viven personas que recobran la ilusión por la vida solo durante las fiestas de agosto. Si quieres apoyar este proyecto o darle difusión, puedes escribirme. Mi objetivo es pasar con la cámara por todos los pueblos que pueda. Gracias por tu tiempo.

Zarza Capilla

Las calles de Zarza Capilla estaban desiertas, salvo por algún perro intrigado por dos forasteros que daban su primer paseo. El sol de diciembre era acogedor en aquel lugar de Extremadura. Las sombras no tanto. Una furgoneta anunció su llegada rompiendo el silencio con su motor cansado. Era martes y los martes era el día de comprar la fruta de la semana en aquel pueblo de 15 días.

Ella fue la primera en llegar con el carrito, el perro, la bata de andar por casa. Fueron apareciendo otras mujeres y algún hombre. Los kiwis y las berenjenas tenían buena pinta, en la umbría, ante las miradas y cotilleos de seis o siete personas que hacía tiempo ya no contaban los años. El martes también era el día en el que venía el médico. Quedaban pocos días para Navidad.

Se acercó como una tortuga herida y nos contó que tenía el corazón en las últimas. Que le venía bien dar un paseo antes de encerrarse en casa para afrontar la noche. Vivía solo, sin perros ni gatos. Se sentaba todas las mañanas de sol en aquel banco de aquella acera por la que paseaba al atardecer, como una tortuga herida que evita mancharse las pantuflas de tierra y hojas muertas.

Tenían la piel curtida por el aire de cada huida, por el hambre del pasado y la soledad del presente. Los hijos habían escapado a la ciudad, los nietos solo venían en verano. La fruta estaba fresca y eso era lo único importante en ese momento. Frente a la tele se la comerían por la tarde, tan a gusto, sin una sonrisa. La tentación llegaría durante la publicidad, recordar las calles llenas en las fiestas de agosto. Era más largo un día de soledad, que un día sin pan.

Qué fue antes, tapiar las ventanas o desplomarse las tejas sobre el suelo de lo que fue un hogar. Colgar la ropa vieja de trabajos viejos o candar la puerta antes de partir. Dónde están los niños que jugaban a la pelota.

 ¿Vives cerca o vives lejos de todos?

Quintana de la Serena

Los forasteros dejaron Zarza Capilla atrás y siguieron camino. Parada en Quintana de la Serena. En cada bar, un cenicero de granito en la puerta, un cementario de mármoles brillantes, tumbas que parecían recién estrenadas. El granito y el mármol vivían su gran depresión después de la crisis de 2008. Apenas recibían encargos, apenas sobrevivían. Seguían explotando la cantera, laminando los desaforados bloques de granito. El polvo era una mosca cojonera, Rocinante estaba vivo y había quijotes entre las piedras.

Valencia del Ventoso

Aquella pareja había emigrado a Valencia del Ventoso para regentar un bar. El hombre era todo simpatía. Movía las manos como un comercial experimentado y tenía la ilusión de un chaval que empieza una nueva vida después de haber vivido otra en Portugal. El bar era un desconsuelo. Todo brillaba lo que podía brillar. En aquellas banquetas viejas no sobrevivía una mota de polvo. Sin clientes. Podías combatir la desolación con los mejores dulces portugueses de la zona, porque no había otro lugar en el que encontrarlos. 

La mujer disimulaba peor, parecía a punto de llorar o de tirar todas las botellas en un arrebato por mucho que le hubiese costado horas quitarles el polvo.

Cabeza del Buey

En Cabeza del Buey, un hombre vivía atrapado entre bloques de granito. La crisis del ladrillo había crucificado su negocio. Asistía a la sangría con los ojos tan abiertos como los de sus perros de caza enjaulados en el terreno colindante a la cantera. Repetía una y otra vez que el negocio estaba en Arabia, la única esperanza era venderle a los saudíes sus losas de granito y mármol. Cogía el teléfono como si tuviera una soga al cuello tirando desde lo alto de un árbol. No había pedidos. Mármoles Delgado SL agonizaba.

Medina de las Torres

El paisaje desde el coche, a pie, desde las atalayas, parecía congelado en otro siglo. El frío, rico para los jamones, no curaba tan bien las heridas de la despoblación forzosa. Los envejecidos conservaban su primer coche. Iban con él a la misa de la mañana. Por suerte para ellos, había cura en su pueblo, era un cura itinerante que oficiaba en varias iglesias de la zona. Y de repente, un retrete en el borde de la carretera. En otro lugar, sería pieza de museo. Allí era una pregunta sin respuesta. Tan absurdo como intrascendente.

Antes de saborear el aceite noble de la zona, los forasteros se encuentran con bifurcaciones despobladas por igual. Caminos nuevos que sustituyen a los viejos, pasos perdidos que no volverán.

En el bar-albergue a las afueras de Feria rascaba el frío de diciembre. Había que subir a ver el castillo que anunciaba una foto antigua en una de las paredes de aquel lugar en el que las botellas de licores estaban casi vacías. Eran compañeros de pared unos fósiles de carneros y conejos disecados que te miraban con sus ojos vidriosos, inmortales. Llovía y esa parecía que iba a ser nuestra única compañía. Después de unos días de camino, uno de los forasteros no dejaba de repetir: ¡Sangre y cochambre! A veces por lo bajini o a gritos en medio de cualquier campo asolado por el invierno.

El embalse de La Serena (Badajoz) es el más grande de España. Los Pueblos de 15 días de los que hablan los forasteros de esta serie están en su entorno.

(2012-        )

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