IN A SENTIMENTAL MOOD

Una ciudad cualquiera


“La naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla al ojo (…) un espacio constituido inconscientemente sustituye al espacio constituido por la conciencia humana”.

Sobre la fotografía, de Walter Benjamin.


Al final de un viaje lo único que se puede hacer es, además de empaquetar la ropa, esperar al siguiente. Viajar por tu ciudad de origen, por el pueblo de los abuelos, por el lugar que habitas ahora mismo. Cada día tienes un billete en la mano. Es la diferencia entre caminar de puntillas por el planeta o recorrerlo, entre dejar pasar los días o discutirlos, es lo que sucede cuando congelas una conversación telefónica para saborear la luz que, en ese preciso instante, acaricia la calle por la que transitas como si fuera la primera vez.


Al volver recuerdas los gestos. En las mesas de una terraza hay jarras frías, líneas que se cruzan con un camarero raudo, una mirada ida, una cabeza que se reclina en la nuca apuntando a las estrellas, una mancha de café, una mano al acecho de una pierna templada por el otoño, que se anuncia con pompas de hojas todavía verdes y una brisa maloliente. Caminas entre carteles que prohíben, te adelantan por ambos flancos, los ves pasar, te detienes, ya no sigues el ritmo de los rascacielos. Puedes hacerlo, desde un banco, sobre la hierba de Central Park, bajo las mismas nubes que sobrevuelan el gran agujero negro, la poderosa atracción turística, la pesadumbre de la ciudad.


Todavía rezuma el miedo en las avenidas de Manhattan, se celebra el sexto aniversario, y entre los huecos que dejan las sombras en los pasos de cebra surge, a veces, una figura que pasa ante una pared roja, al sol de las doce, suena la cámara, podría ser un instante en una ciudad cualquiera, es una imagen que no representa nada, quizá un recuerdo, un falso recuerdo. Puede que el sentido de la escena despierte años después y que en aquel jardín no quede ni rastro de los maniquís que te estremecieron, un escenario comprimido.


Hay una pared que te dice que no la llames, ya te llamará ella, un mercadillo en el que se venden vinilos viejos, alguna reliquia que te tienta, hay máscaras colgadas, una esquina en la que por la noche mearán los desahuciados. Huele a motores y a aire acondicionado, a mantequilla quemada. Recorres las calles como si pisaras escenarios de película, no hay actores, ni diálogos, ni emerge Coltrane, como imaginaste una noche de agosto poco antes de llegar a Nueva York mientras escuchabas In a Sentimental Mood. Las pisadas borran rostros de otro tiempo pintados con tizas de colores, las maletas ruedan en busca de un taxi.


En el vagón una mujer corrige exámenes de español. “Estuve en España hace muchos años (me susurra). Me encantaba. Estudié español allí pero aquí nadie quiere aprenderlo, no les interesa. Fue en 1971. Volví no hace mucho y fue una pena. Ahora tienen telefonillos en los portales, igual que aquí. Antes Madrid era una ciudad auténtica, ahora se parece mucho a todas las demás, ya no me interesa, es una ciudad cualquiera”. Sale en la siguiente parada, entra otra mujer, abrigada hasta la suela de los zapatos y con dos cacatúas en los hombros. Qué mal huele el metro de Nueva York.


Publicado en BAO

Rafa Turnes
Nueva York, 2007.


Nikon FM2. Velvia 50.

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